EN EL ARTÍCULO QUE OS PONGO A CONTINUACIÓN, EL ESCRITOR SE LAMENTA DE LA SITUACIÓN DE LAS CLÁSICAS, NUESTRA GRAN PASIÓN, Y PARECE NO IMPORTARLE A NADIE.
AQUÍ OS LO DEJO ENTERITO:
Demasiado lejos de Troya
Ayer anduve un rato tras la VI epístola de Horacio –nihil admirari–[1]
 en la parte de mi biblioteca ocupada por los clásicos griegos y 
latinos, comparando varias traducciones. Al terminar, el azar me llevó a
 tomar de su estante un viejo y querido volumen que poseo desde hace 
medio siglo: Figuras y situaciones de la Eneida[2].
 Tengo devoción por ese libro, y su excelencia es una de las razones. La
 otra es que con él empecé a traducir a Virgilio a los dieciséis años; y
 en sus páginas, marcados a bolígrafo los hexámetros para diferenciar 
dáctilos y espondeos, figura mi propia traducción de cada verso: «Canto
 a las proezas y al hombre que de las costas de Troya / vino el primero a
 Italia y a la costa de Lavinia fugitivo del hado…»[3].
Me
 senté a hojearlo, mientras recordaba, y luego lo devolví a su lugar con
 una sonrisa melancólica. Pensaba en don Antonio Gil, el profesor sabio y
 paciente que me guió por esos versos; y en Gloria, la profesora de 
Griego de bellas grebas que se casó –como era de esperar– con el 
profesor de gimnasia; y en José Luis Vallejo, el hermano marista con 
quien, en 2º de bachillerato, traduje mis primeras palabras de latín 
clásico: «Gallia est omnis divisa in partes tres»[4].
 Y pensaba en mi amigo el profesor Arístides Mínguez, que en el colegio 
donde ahora se gana la vida suma veintiséis años peleando junto a las 
negras naves, cubierto del polvo de los héroes, intentando enseñar 
Cultura Clásica a chicos de quince años; y este curso no ha podido 
hacerlo porque, de un millar de alumnos inscritos en su instituto, sólo 
una docena había elegido esa asignatura, que carece de la utilidad inmediata
 de, por ejemplo, la informática o la lengua autonómica de turno. Y eso 
significa que una promoción entera de estudiantes, en ese colegio y en 
otros centenares de toda España, acabará la enseñanza secundaria sin 
tener ni remota idea de quiénes fueron Homero o Virgilio, sin saber lo 
que nuestro mundo debe a Solón, Clístenes o Pericles, sin recordar a 
Sócrates o buscar el camino a casa con Jenofonte, sin comprender las 
importantes consecuencias de la guerra por Hispania que enfrentó a 
Escipión y Aníbal. O sin poder, jamás, disfrutar de la belleza, la 
felicidad, de una frase tan perfecta y absoluta como «Nox atra cava circumvolat umbra»[5].
El
 desinterés, cuando no la ignorancia criminal de los responsables de la 
educación en España en los últimos veinte o treinta años, no ha hecho 
sino ahondar el daño. En una sociedad resuelta a suicidarse 
culturalmente, como la nuestra, a los chicos brillantes se les aconseja 
estudiar sólo bachilleratos científicos o de ciencias sociales; a los 
torpes, humanidades; y a los zopencos, ciclos formativos. Tal es el 
triste mapa de nuestro futuro. Y en ese afán disparatado de borrar de 
las aulas todo lo inútil, las malnacidas leyes y reformas 
educativas del Pesoe y del Pepé han conseguido que los alumnos que con 
16 años pueden optar por Humanidades –mi generación estudiaba latín 
básico y obligatorio con 11 o 12–, se encuentren ahí por primera vez con
 el latín, aunque descafeinado y de una simpleza aterradora. Pero esa 
opción, además, compite con otras socialmente mejor vistas: la 
científico-tecnológica y la profesional, de modo que sus posibilidades 
son mínimas.
Por
 no hablar del griego, claro. En algunas comunidades –que ésa es otra, 
cada cual a su aire–, en 1º de bachillerato puede elegirse, es cierto, 
entre Griego y Literatura Universal. Pero los chicos no son tontos, y 
saben que el griego es difícil y endurecerá la selectividad. Así que 
adiós para siempre a Homero y compañía. Decenas de profesores al paro, u
 obligados a impartir materias afines de las que no tienen ni 
zorra idea. Y lo que es peor: generaciones de jóvenes ciudadanos a los 
que se arrebata el derecho a una educación integral; echados al mundo 
sin saber, y sin importarles un carajo, quiénes fueron Arquímedes, 
Séneca o Catilina, ni lo que de verdad y en origen significan palabras 
como agonía, democracia o isonomía.
No
 olvido que la primera vez que vi arder una ciudad, Nicosia en 1974, con
 veintidós años, llevaba en la memoria –y en la mochila, aunque eso fue 
casual– el canto II de la Eneida. Y en los griegos armados que 
se despedían de sus familias reconocí sin dificultad a Héctor, el del 
tremolante casco. Y es que de eso se trata, a fin de cuentas. Sin el 
latín, sin el griego, sin aquellos profesores que me guiaron por ellos, 
nunca habría podido comprender Troya y cuanto hoy significa y esclarece.
 Me habría perdido entre los dardos aqueos, en la negra y cóncava noche,
 sin encontrar nunca el camino de Ítaca o de las costas de Italia. Sin 
la forma de mirar el mundo con la que hoy vivo, envejezco y escribo.
[1] Nihil admirari son las palabras que dan comienzo a la Epístola I, 6 de Horacio: “No admirarse de nada es la única cosa, Numicio, que puede hacer y mantener feliz a uno”
[2] Intr., texto y notas de E. Hernández Vista, Madrid 1968.
[3] Los primeros versos de la Eneida.
[4] El comienza de la Guerra de las Galias de César: “Toda la Galia está dividida en tres partes”
[5] Eneida II 360:
En fin, a ver si alguien responde.
Susana González Marín
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